miércoles, 6 de abril de 2016

CAPITULO 28 (SEGUNDA PARTE)





—Bueno, ¿qué quieres preguntarme? —dijo Penny, dirigiéndose a Paula.


Estaban sentadas a una mesa oxidada, situada detrás de la tienda de antigüedades. Una valla alta de madera rodeaba el patio trasero, y apoyados en ella descansaban un buen número de carteles viejos. El anuncio de aceite Mobil Pegasus quedaba justo detrás de la cabeza de Penny con su elegante peinado.


Lo primero que percibió Paula fue que la señora Pendergast se había colocado en la posición que denotaba más autoridad. Se encontraba de espaldas a la valla, conformando una barrera sólida, mientras que ella estaba de espaldas a la puerta y a las ventanas de la tienda, una posición más vulnerable. Sin embargo, lo más relevante era que la pregunta que acababa de hacerle la colocaba a ella como la interesada en obtener respuestas que tal vez obtuviera o tal vez no.


Paula no pensaba dejarse embaucar. Así que colocó la silla en otra posición para no encontrarse de espaldas a la puerta de la tienda y después miró a Penny a los ojos.


—Quiero que me lo cuentes todo.


Penny alabó la reacción de Paula con una sonrisa y se encogió de hombros.


—Una noche con el jefe celebrando con champán un acuerdo de negocios el mismo día que me había peleado con mi novio. Un cúmulo de circunstancias.


—¿Y después? —preguntó Paula.


Penny tardó un momento en contestar y Paula dudaba de que le hubiera contado a alguien la historia con anterioridad. La señora Pendergast no parecía el tipo de mujer dispuesta a compartir los detalles íntimos de su vida con otra persona.


—Eso no fue tan fácil. Descubrí el embarazo cuando estaba de cuatro meses. Para entonces, mi novio se había largado y, además, Salvador estaba...


—Casado.


—Sí. Con una mujer a quien le importaban un comino él, su empresa, sus sueños y cualquier cosa relacionada con su marido —afirmó Penny con un deje amargo en la voz.


—¿Y eso justifica que te metieras en la cama con él? —quiso saber Paula, que estaba de parte de Lucia.


—Cuando te hagas mayor, descubrirás que las cosas siempre tienen dos versiones. Lucia se casó con Salvador presionada por su familia, gente de apellido ilustre pero que se habían quedado a dos velas. Salvador sustentó a sus suegros hasta que estos murieron y aún sigue pagando las deudas de los dos hermanos de Lucia, que son un par de caraduras.


Paula clavó la mirada en la mesa un instante.


—¿Por qué mantuvo a Pedro tan aislado de todo?


—Salvador padeció una infancia dura. Era pobre y sufría de una leve dislexia. Se burlaban de él en el colegio.


—¿Por eso quiso ofrecerle a su hijo privacidad contratando a los tutores?


—Exacto —respondió Penny.


Paula guardó silencio mientras esperaba a que Penny continuara. Su renuencia a seguir hablando era obvia... o tal vez no fuera así. Porque al fin y al cabo, había sido ella la instigadora del encuentro, de modo que tal vez quisiera que Paula allanara el camino entre Pedro y Salvador.


—Salvador creyó que lo estaba haciendo bien con su hijo al proporcionarle la educación en casa —siguió Penny, con la vista clavada en sus manos—. Sé que eres amiga de Lucia, pero...


—Soy capaz de digerir la verdad, sea cual sea.


—Creo que al principio Salvador se creyó enamorado de Lucia, pero lo cierto es que estaba enamorado de la idea de tener una familia. Soñaba con conquistar el mundo juntos. Él se encargaría de amasar una fortuna, le compraría a Lucia una mansión impresionante y ella sería una anfitriona famosa por sus cenas y celebraciones. Algo parecido a lo que se ve en las revistas.


—Por lo que conozco de Lucia y de su vida actual, creo que eso no iba mucho con ella. Le gusta coser y mantener un reducido círculo de amistades.


—Exacto —reconoció Penny—. Y a Salvador le encanta trabajar. Además, detesta las cenas y las celebraciones. Estaba enamorado de la idea de la familia, pero se aburría como una ostra siempre que se encontraba en casa.


Paula comenzaba a entender el problema. Dos personas del todo incompatibles casadas la una con la otra. Lucia obligada por su familia, prácticamente vendida a un hombre con un grave complejo de inferioridad y algo que demostrarle al mundo.


Pedro parecía la víctima inocente atrapada en el centro.


—¿Y tú? ¿Cómo encajas en todo esto? —preguntó Paula.


—Yo... —Penny titubeó—. Me parezco más a Salvador que a Lucia. También crecí en el seno de una familia pobre y estaba desesperada por librarme de esa etapa de mi vida. Conocí a Salvador en una fiesta. Me gustó porque solo hablaba de negocios en vez de tirarles los tejos a todas. Me pasé la noche cerca de él, escuchando todas sus conversaciones sin disimulo alguno. Estaba tan decidido a cerrar el negocio que quería hacer que pensé que ni siquiera se había fijado en mí. Sin embargo, cuando los otros jóvenes se aburrieron de hablar con él, Salvador se volvió hacia mí y me dijo: «¿lo has pillado?» Yo le contesté que casi todo y repetí las cifras. Él me miró un momento y después me pidió el teléfono y yo se lo di.


—Supongo que te llamó.


—Sí —reconoció Penny, sonriendo—, pero solo le interesaba el trabajo. Entre nosotros el trabajo siempre ha sido lo fundamental.


—Salvo aquella vez.


La sonrisa de Penny se ensanchó.


—Y aquella vez me dio a Facundo.


—¿El señor Alfonso estaba casado cuando lo conociste?


—No —respondió Penny—. Ni siquiera conocía a Lucia por aquel entonces, pero sabía lo que quería y fue directo a conseguirlo.


—Si os parecéis tanto, ¿por qué no...?


—¿Por qué no me vio como a una posible pareja? —Penny rio—. Tendrías que haber visto a Salvador entonces. La ambición lo devoraba. Lo consumía por completo. Tenía que ponerse a la cabeza de todos los demás o, de lo contrario, moriría.


—Y Lucia formaba parte de todo eso —aventuró Paula.


—Desde luego.


—Pero una noche... —señaló Paula.


Penny se encogió de hombros.


—Cada vez que reflexiono al respecto, llego a la conclusión de que era inevitable. Salvador y yo siempre estábamos juntos. Pedro solo tenía un año y debo admitir que me sentía muy celosa de Lucia. Yo no tenía tiempo para llevar una vida social y no había encontrado a un hombre capaz de soportar mi ritmo de trabajo. En cualquier caso, Salvador
y yo trabajamos ese día hasta bien tarde, mantuvimos relaciones sexuales y me quedé embarazada.


—¿Qué dijo el señor Alfonso cuando se lo comunicaste?


Penny meneó la cabeza mientras recordaba.


—Se puso contentísimo. Lucia había tenido un embarazo complicado y no podía tener más hijos, así que Salvador estaba muy contento por la posibilidad de volver a ser padre. Quería que los niños se criaran juntos.


—Estás de broma, ¿verdad?


—En absoluto. Salvador no se rige por las reglas convencionales. Pero al final lo convencí de que mantuviera la boca cerrada, aunque Lucia siempre supo que había algo entre nosotros. Siempre me ha mirado por encima del hombro y yo jamás se lo he recriminado, porque me lo merecía.


—¿Y cómo siguió la cosa entre el señor Alfonso y tú?


—No hemos vuelto a mantener relaciones después de aquella vez, si eso es lo que quieres saber. Y tampoco las mantenía con Lucia. Hizo lo que se esperaba de él, y se encargó de que a su familia no le faltara de nada. Mi vida siempre ha sido sencilla, pero le he dado a mi hijo la mejor educación que se puede encontrar.


—Y Facundo sabe quién es su padre —afirmó Paula.


—Siempre lo ha sabido. Jamás se lo he ocultado.


—¿Han pasado mucho tiempo juntos?


—Salvador ha pasado con mi hijo tanto tiempo como pasó con el de Lucia. No es el padre ideal que por las noches arropa a sus hijos y les da un beso en la frente.


—Y seguiste trabajando para él. ¿Tiene algún hijo más escondido?


—No. Ninguno. Ha tenido sus escarceos amorosos, pero jamás se ha tomado en serio a las mujeres, y siempre ha sido discreto.


Paula se detuvo a pensar un instante.


—Tenía a Lucia en casa. A ti, en el trabajo. Y dos hijos preciosos. Entiendo que no quisiera enredar más las cosas.
Penny sonrió.


—Creo que empiezas a entender a Salvador Alfonso.


—¿Por qué chantajeó a Pedro para que trabajara con él?


La expresión de Penny se tornó seria.


—Bueno, esa es la cruz en la vida de Salvador. Siempre pensó que cuando sus hijos crecieran, trabajarían con él, pero ninguno de ellos quiere hacerlo. Pedro estaba muy enfadado con su padre y Salvador no entendía el motivo. Según él, ha protegido a Pedro durante toda su vida.


—Y Pedro lo ve como si lo hubiera mantenido encerrado en una cárcel de oro.


—Exacto. A Salvador se le dan mucho mejor los negocios que la vida familiar. Le dije que no lo hiciera, pero de todos modos amenazó a Pedro y así consiguió que trabajara para él. Salvador pensó que si su hijo lo veía todos los días en la oficina, le contagiaría el virus de la ambición y de esa forma acabaría entendiéndolo.


—Pero no lo hizo —señaló Paula.


—No. Pedro abrió los ojos gracias a una niña que le enseñó a divertirse.


Paula sonrió.


—Ese fue un punto de inflexión para los dos —reconoció, al tiempo que levantaba la cabeza—. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo le decimos a Pedro que Facundo es su hermano?


—No estoy segura de que no lo sepa.


—No he visto indicio alguno de lo contrario.


—Ambos llevan sangre Alfonso en las venas y no permiten que los demás adivinen sus pensamientos.


—Ni siquiera en mi caso —replicó Paula en voz baja.


—Tú tampoco corriste a exponerle los hechos después de averiguar la verdad, ¿no? Por lo que veo, Pedro y tú sois tal para cual.


Paula meditó al respecto un momento.


—Y ahora, ¿qué? ¿Pedro tendrá que pasarse años enfrentado a su padre para ayudar a Lucia a obtener el divorcio?


—No sé qué está tramando Salvador ahora mismo. De un tiempo a esta parte, está muy misterioso. De hecho, es la primera vez en treinta años que ni siquiera sé dónde se encuentra.


Hubo algo en la voz de Penny que logró que a Paula se le pusiera el vello de punta.


—No tendrás por ahí una foto del señor Salvador, ¿verdad?


—Puedo enseñarte una que tengo en el móvil —contestó mientras sacaba el teléfono del bolso—. Salvador prefiere la discreción.


—A diferencia de Pedro —comentó Paula, al recordar las fotos que le había enviado Ruben—. Por cierto, ¿qué tal está Alejandra?


—Sobornada y bien lejos —contestó Penny al tiempo que le pasaba el teléfono.


Paula no se sorprendió al ver una foto del hombre al que conocía como Red, pero decidió guardarse la información de que el señor Alfonso se encontraba en Janes Creek.


—Ni Pedro ni Facundo se parecen mucho a él —comentó, tras lo cual le devolvió el teléfono a Penny.


—Se parecen al abuelo de Salvador, que era un hombre guapísimo. ¿Has...?


Paula se puso en pie de forma tan brusca que Penny dejó la pregunta en el aire.


—Pedro va a pensar que lo he abandonado. Hemos quedado en un restaurante y llego un cuarto de hora tarde. Ha sido una conversación muy... reveladora. Gracias por ayudarme a entender mejor a Pedro. —Recogió sus cosas y corrió hacia el interior de la tienda de antigüedades. No había querido responder a la pregunta de Penny sobre si conocía o no a Salvador Alfonso. Sí lo conocía. Había hablado con él en dos ocasiones.


Se detuvo al salir de la tienda y trató de recordar todo lo que le había dicho el tal Red. Lo primero que recordó fue que había ido a pescar a Edilean. Parecía estar al tanto del lugar donde vivía Lucia. Y si sabía el paradero de su mujer, también debía de estar al corriente de la existencia de Juan Layton. De ser así, y teniendo en cuenta que no se lo había tomado a mal, tal vez Pedro no necesitara pasar años peleando por el divorcio de su madre.


—A lo mejor podemos tener una vida —musitó.


En el presente. No en un futuro lejano, sino en el presente. 


Cruzó la calle en dirección al restaurante, pero lo hizo a paso tranquilo. Tenía mucha información en la cabeza y la verdad era que no sabía qué hacer con ella. ¿Cuánto debía contarle a Pedro? ¿Cuánto debía callarse?


¿Cuál sería su reacción cuando escuchara lo que tenía que decirle? ¿Se pondría furioso? Procedía de una familia rica y poderosa, de modo que podía meterse en un avión privado y largarse a... ¿A hacer lo que los multimillonarios hacían para librarse del estrés?


De repente, recordó la foto de Pedro con el esmoquin, acompañado de una modelo rubia. ¿Sería esa su vida real? 
¿Se habría adaptado a la vida glamurosa de Nueva York mejor de lo que su padre pensaba?


Paula sabía que debía mantener la cabeza fría pasara lo que pasase. No podía ir corriendo a decirles a los dos hijos de Salvador Alfonso lo que acababan de contarle. ¿Se limitarían a mirarla con una sonrisa de superioridad y a decirle que ya lo sabían? ¿Que hacía mucho tiempo que lo habían descubierto todo? Paula no se creía capaz de superar semejante humillación.


Se detuvo en la puerta del restaurante y respiró hondo. 


Necesitaba mantener una expresión normal y hacer lo que tan bien se les daba a los Alfonso: guardar los secretos.


En el restaurante no había muchos comensales, de modo que Pedro y Facundo destacaban entre la escasa clientela. 


Estaban sentados a una mesita redonda emplazada cerca de una pared, de espaldas a ella. Entre ambos había un enorme cuenco lleno de palomitas. Estaban bebiendo cerveza y viendo absortos el partido de fútbol que retransmitían por la televisión.


Paula volvió a sorprenderse por el parecido físico que existía entre ambos. Si se cambiaran la ropa y los viera de espaldas, posiblemente no pudiera diferenciarlos.


Pedro se volvió y la vio. Por un instante, la miró tan serio que Paula temió que supiera dónde había estado. Pero después se relajó, sonrió y apartó una silla para que se sentara.


—¿No te has comprado nada? —le preguntó él.


—¿Que si me he comprado...? —Recordó en el último momento que había ido a una tienda—. No he visto nada que me gustase.


Salvador la estaba observando.


—Parece que te haya pasado algo.


—No, es que estaba deseando disfrutar de la compañía de dos hombres tan guapos —se apresuró a replicar. Era un desastre para guardar secretos, pensó—. Bueno, ¿qué se puede comer aquí que esté bueno? —preguntó.


—Te hemos esperado —respondió Pedro. Todavía la miraba como si quisiera leerle el pensamiento—. Aquí el amigo Facundo tiene algo para enseñarnos, pero quería esperar a que tú llegaras.


Paula se negó a mirar a Pedro a los ojos. No quería que adivinara más de lo que ella estaba dispuesta a dejarle ver.


—Eso suena interesante. ¿De qué se trata?


Facundo se levantó y se acercó a la pared para recoger un paquete que descansaba en el suelo. Estaba envuelto con papel marrón y era bastante voluminoso. Comenzó a desembalarlo de espaldas a ellos para evitar que vieran el contenido. Cuando se volvió, sostenía un retrato y a juzgar por la parte trasera del lienzo, era muy antiguo. Puesto que estaba vuelto hacia él, ni Pedro ni Paula veían la pintura.


—Siempre haciéndose el interesante... —le comentó Pedro.


—Mira quién fue a hablar... —replicó Facundo, con la vista clavada en Paula—. Me picaba la curiosidad sobre los Tomas, así que hice una búsqueda en Internet y encontré unas cuantas fotos. Tu primo es un hombre muy distinguido.


Paula no pudo evitar sonreír al escuchar esa descripción de la extraordinaria apostura de su primo.


Sin dejar de mirarla, Facundo volvió el cuadro y ella jadeó. El hombre del retrato era idéntico a su primo Tomas Chaves.


—¿Es él? ¿El médico que murió en la mina? —preguntó.


Facundo dejó el cuadro apoyado en la pared, frente a ellos, y se sentó otra vez.


—Ese es James Hanleigh, nacido en 1880 y muerto en 1982.


—Pero... —dijo Paula—. Es igualito que mi primo Tomas.


Pedro los miró.


—¿Algún bastardo?


—Eso creo —respondió Facundo. Estaba a punto de seguir hablando, pero en ese momento llegó la camarera para anotar la comanda.


Paula pidió un sándwich Club y Pedro pidió empanada de cangrejo con triple ración de ensalada de col y una cerveza. 


A Paula no le sorprendió que Facundo pidiera exactamente lo mismo. Intentó no mirarlo, pero no pudo evitarlo. Tal como esperaba, Facundo tenía un brillo risueño en los ojos. Le dieron ganas de darle una patada por debajo de la mesa.


Mientras comían, la conversación giró sobre el hallazgo del retrato. Al parecer, lo había encontrado Bernie, el tío de Facundo.


—Necesitaba ordenarle que hiciera algo para bajar todo lo que traga —comentó Facundo—. Me dijo que anoche encontró en Internet algunas fotos del actual doctor Tomas Chaves, que se las enseñó a su familia materna y que les dijo que hablaran con la gente del pueblo para ver si a alguien le resultaba conocido. En ocasiones, los parecidos son sorprendentes —añadió, mirando de nuevo a Paula con una sonrisa.


—¿Y ha descubierto ese retrato en una de las tiendas? —preguntó Pedro.


—No. Eso habría sido muy fácil. Se encontró con un hombre mayor, que le dijo que a lo mejor había visto una foto del doctor Chaves, pero que no recordaba dónde. El tío Bernie envió a la familia para investigar y hacer preguntas y...


—¿Todo esto pasó mientras estábamos en el viejo molino? —quiso saber Pedro.


—Todo. Creo que mi familia ha caído sobre Janes Creek como una plaga de langostas.


—¿Y dónde encontraron el retrato? —preguntó Paula.


—En casa de una ancianita que lo compró hace treinta años por cincuenta pavos en un mercadillo.


—¿Cuánto? —quiso saber Pedro.


—Cincuenta...


—No, me refiero a que cuánto me ha costado a mí.


—Doce de los grandes.


—¿¡Qué!? —exclamó Paula.


—Esa mujer es dura de roer —comentó Facundo, que se lo estaba pasando pipa—. Además, necesita reparar el tejado.


—Te pagaré... —dijo Paula, pero se interrumpió al ver la mirada que le echaba Pedro.


—A ver, ¿qué parentesco tiene ese hombre con los Chaves, qué lugar ocupa en el árbol genealógico? —quiso saber Pedro.


—Todavía no lo he averiguado. Buscaré información esta tarde y os lo contaré todo durante la cena.


—¿Así que no sabes si hay más miembros de la familia Hanleigh en el pueblo? —preguntó Pedro con un deje desafiante.


—Aún no —respondió Facundo con tranquilidad y un leve deje socarrón.


Paula clavó la vista en la comida. Estaba tan ocupada pensando en lo que le había contado Penny que no tenía tiempo para reflexionar sobre la búsqueda del descendiente de un hombre que podía ser su pariente o no.


Cuando acabaron de comer, Pedro le preguntó si estaba preparada para ir a la joyería.


En un primer momento, no supo de qué le estaba hablando y se limitó a mirarlo sin decir nada.


Pedro le sonrió y la miró con un brillo alegre en los ojos.


—Estoy de acuerdo contigo —dijo él con una nota seductora en la voz antes de mirar a Facundo —. Paula y yo vamos a...


—Echar una siestecita —concluyó Facundo.


—Buena forma de decirlo, sí —comentó Pedro mientras retiraba su silla y extendía un brazo hacia Paula—. Gracias por el almuerzo. Nos veremos durante la cena






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