miércoles, 20 de abril de 2016
CAPITULO 37: (TERCERA PARTE)
Paula sabía que la gente de Edilean tenía buenas intenciones, pero en aquellos momentos deseaba empujarlos a todos hasta la puerta y cerrarla con llave. Ni siquiera era la hora del almuerzo, pero ya estaba mareada por el agotamiento e incapaz de concentrarse en todos los pedidos que tenía pendientes.
A las cuatro y cuarto de la mañana ya estuvo en la cocina, haciendo lo que le parecían toneladas de sopa, pero si la cantidad de clientes a la hora del desayuno era un indicativo de los que acudirían al mediodía, esas toneladas no le durarían ni una hora. A las cuatro y media la llamó Pedro para decirle que lo sentía, pero que una de sus pacientes estaba de parto y tenía que atenderla.
—A ella y a su marido —añadió.
Ramon llegó a las seis y media de la mañana y preparó café.
Cuando Paula abrió la sandwichería al público hacia las siete, ya había cola ante la puerta. Había planeado servir huevos y bacon en bagels, pero no importaba lo rápido que se moviera, no daba abasto con la demanda. Ramon se encargaba de tomar los pedidos, pero le encantaba hablar con los clientes y los que formaban la cola terminaban por impacientarse. Pensó en la paciente de Pedro varias veces, convencida de que dar a luz sería mucho más soportable que el caos de su pequeño restaurante.
Durante toda la mañana tuvo la plancha atestada de huevos y bacon, e intentó hacer todo lo posible por no retrasarse, pero nunca lo consiguió.
A las once y veinte alguien preguntó si todavía servían desayunos, y Paula casi estalló en lágrimas. No había tenido tiempo de limpiar los restos de los desayunos y ya sabía que le faltaría sopa.
—¿Necesitas ayuda? —dijo una voz tras ella.
Esa voz le resultaba tan familiar y tan tranquilizadora, que sonrió antes de darse media vuelta. Pero, al tiempo que le veía la cara, recordó a quién pertenecía.
Gonzalo Treeborne.
Era el primero de la cola, esperando que Paula recogiera los pedidos de bocadillos y sopa, y los sirviera.
Si Gonzalo hubiera aparecido un día antes, a la chica le habría entrado pánico. Ahora se limitó a sentir un ramalazo de temor. ¿Había venido con la policía? ¿Estaban esperando fuera para llevársela y encerrarla por haber robado el precioso libro de la familia Treeborne?
No, no tenía tiempo para sufrir un ataque de pánico.
«Te he enviado el libro de recetas por correo, así que, ¿te importaría hacerte a un lado y dejarme seguir con mi trabajo?», pensó.
Lo observó, temerosa de que fuera a hacerle una escena.
No veía a ningún policía, por lo que era posible que hubiera venido solo. De ser así, solo tenía que avisar a Ramon y este lo sacaría de allí. Probablemente a patadas.
—¡Eh, chaval! ¡Muévete, estás entorpeciendo la cola! —advirtió Ramon al darse cuenta de que pasaba algo raro.
—Sí, eso —le apoyó un joven situado tras Gonzalo.
—Ya se marchaba, ¿verdad? —dijo Paula, entrecerrando los ojos, desafiante. Y bajó el tono de voz antes de añadir—: No estás en territorio Treeborne, aquí no tienes ningún privilegio.
Sonrió ante ese pensamiento. Edilean podía tener sus problemas, pero allí no había ningún tirano que le permitiera a su hijo hacer lo que quisiera con cualquiera.
Gonzalo pareció sinceramente desconcertado, pensando que en ningún momento había sugerido o dado a entender que esperase privilegios de ninguna clase.
Paula le habría querido decir muchas cosas sobre la forma en que la había herido, el daño que le había hecho y lo mucho que deseaba no volver a verlo, pero no tenía tiempo que perder.
—Vete, vuelve a tu ciudad. Aquí la gente trabaja —fueron sus únicas palabras.
Gonzalo seguía sin comprender lo que estaba pasando, pero se apartó de la fila y la chica tomó el pedido de un sándwich de brie con arándanos, dando rápidos vistazos a la espalda de Gonzalo mientras se dirigía hacia la puerta.
De camino a Edilean pensó, una docena de veces como mínimo, que si algún día aparecía Gonzalo, se abalanzaría a sus brazos. Mientras atravesaba Texas, imaginó que el chico estaría tan arrepentido de lo que le hizo que utilizaría todos los recursos de los Treeborne para encontrarla. Pero cuando llegó a Tennessee, ya sabía que no la buscaría. Y al llegar a Virginia, bullía de rabia.
Dándose media vuelta empezó a preparar el bocadillo. Ya se había disculpado cincuenta veces con la gente que esperaba los pedidos, no podía hacer más. Solo dos clientes se habían quejado de forma algo airada y Ramon se encargó de acompañarlos hasta la puerta.
—¿Alguien más tiene algo que decir? —soltó con el tono severo que utilizaba para controlar a sus alumnos universitarios. Nadie replicó.
Mientras terminaba el sándwich,Paula alzó la mirada y vio a Gonzalo cogiendo un delantal de un colgador. El sol se colaba por las ventanas e iluminaba su cabellera dorada. A ella solía gustarle el color de su pelo y la palidez de su piel, pero ahora le parecieron casi femeninos.
—¿Qué crees estar haciendo? No puedes... —intentó protestar, mientras él se enfundaba un par de guantes de plástico sacados de una caja.
—Solo quiero ayudarte —respondió con seriedad—. ¿No crees que te lo debo?
Una sombra cayó sobre ella, y supo que tenía a Ramon detrás esperando su decisión. Durante un segundo no supo qué decir ni qué hacer. Sería genial mostrar dignidad, levantando la barbilla y diciéndole a Gonzalo que no necesitaba su ayuda, que no necesitaba nada de él, y disfrutó con la imagen de Ramon echando de una patada a aquel niño rico. Por otra parte, la cola era tan numerosa que incluso se entremezclaba con las mesas.
—¡Encárgate de la sopa! —exclamó, antes de volver a su sándwich.
Nunca lo hubiera creído, pero Gonzalo resultó ser una ayuda excelente. Pasados treinta minutos, habían creado una cadena de montaje perfecta: Paula tomaba los pedidos y llenaba tazones de polietileno con sopa; Gonzalo hacía los bocadillos; y Ramon se encargaba del cobro, tanto en metálico como con tarjeta de crédito.
Aunque Gonzalo era rápido y eficiente —lo que sorprendió gratamente a la chica—, seguía mostrando brotes de la sabida arrogancia de los Treeborne. Cuando uno de los clientes manifestó sus preferencias —sin mayonesa, sin cebolla, doble de pepinillos...—, Gonzalo lo fulminó con la mirada.
—¿Es que me parezco a tu madre?
Algo en su tono de voz hizo que el cliente reculase. Paula, educada en el lema de que el cliente siempre tiene razón, se quedó mirándolo con los ojos desorbitados. Desvió la mirada hacia Ramon, pero este solo asintió con la cabeza. Le gustaba la actitud de Gonzalo.
La sopa se acabó a la una del mediodía y, si seguían a ese ritmo, se quedarían sin pan antes de las dos, la hora de cierre, así que Gonzalo tomó la iniciativa sin consultar con Paula.
—Ofrecemos un doce por ciento de descuento en bocadillos con la mitad de pan. Menos carbohidratos, amigos. ¿Qué les parece?
Casi todo el mundo aceptó la oferta, solo Ramon gruñó un poco por tener que calcular aquel doce por ciento de cada venta.
A la una y media llegó Pedro, pero el local estaba casi vacío.
—¿Hambriento? —preguntó Paula, sonriente por el recuerdo de la noche anterior.
—De ti, siempre —respondió el médico.
—¡Eh! Esto es un restaurante familiar —protestó Ramon—. Cortaos un poco, ¿vale?
Sin dejar de sonreír, Pedro le echó un vistazo a la pizarra.
—Quiero...
—Solo nos queda jamón y queso —advirtió Paula—. Todo lo demás se nos ha acabado, incluida la sopa. Lo siento.
—Bueno, me conformaré con lo que tengáis —aceptó él. Se fijó en el chico que estaba tras el mostrador y le tendió la mano—. Hola, soy...
Calló al descubrir quién era. Había visto muchas fotos de Gonzalo en Internet y reconoció al heredero de los Treeborne, el joven que en un futuro dispondría de los millones de dólares procedentes del imperio de comidas congeladas de su familia. Los comentarios no decían una sola palabra en su contra, pero Pedro había tenido que enjugar las lágrimas de Paula, así que su opinión era muy diferente.
Gonzalo se había percatado del tono de flirteo entre Pedro y Paula, pero estaba acostumbrado. En su ciudad natal, todos los hombres actuaban de la misma manera, así que rodeó tranquilamente el mostrador y extendió su mano para estrechar la del médico.
—Hola, soy Gonzalo Tree...
No pudo terminar. Pedro transformó su mano en un puño y le golpeó con todas sus fuerzas en plena cara. La nariz le estalló, salpicándolo todo de sangre mientras caía al suelo de espaldas. Sin perder un segundo, Pedro se abalanzó contra él como un depredador.
—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Lárgate y no vuelvas jamás! ¿Me has oído?
Paula se quedó petrificada. No había percibido ni rastro de violencia en Pedro y no esperaba aquella reacción. Tuvo que admitir que a una parte de ella le encantó que el médico golpeara a Gonzalo, no le faltaban ganas de hacer lo mismo.
Pero su otra parte, mayoritaria, se consideraba civilizada.
—No... ¡no! —terminó gritando e interponiéndose entre los dos hombres.
Gonzalo seguía en el suelo sangrando por la nariz, y Pedro, con las manos cerradas, parecía dispuesto a seguir golpeándolo. Era bastante más corpulento que el chico y, en aquellos momentos, parecía un caballero de otros tiempos.
Paula apoyó sus manos en los brazos de Pedro.
—Hoy me ha estado ayudando. Tienes que examinar su nariz.
—¡Hora de cerrar, gente! Hagan el favor de salir —anunció Ramon, que había seguido la escena con mucho interés.
—Pero... —quiso protestar uno de los clientes.
—Vuelvan mañana y tendrán un tazón de sopa gratis —prometió Ramon, despejando el local antes de cerrar la puerta y enfrentarse a los otros.
Pedro seguía tenso, con las manos cerradas, y Gonzalo en el suelo, mirándolo sin atreverse a levantarse.
Ramon sacó un teléfono móvil de uno de sus bolsillos y envió un mensaje de texto al consultorio de Pedro, solicitando su maletín médico porque alguien tenía una hemorragia nasal.
—Pedro... —repitió Paula, con una mirada medio suplicante y medio imperiosa.
El médico tardó unos segundos en calmarse, pero terminó por extender la mano para ayudar a Gonzalo. El joven la aceptó, no sin cierta vacilación, y se sentó en una silla antes de palparse dolorido la nariz.
—No te la toques —exclamó Pedro con más dureza de la necesaria, dando un paso en su dirección.
Gonzalo creyó que iba a atacarlo y levantó la mano en un gesto de protección.
—No va a pegarte —le advirtió Paula—. No volverá a pegarte, quiero decir. ¿Verdad, Pedro?
—No —confirmó este—. Baja la mano y deja que vea la nariz.
—¿Tú? ¿Estás loco? —preguntó Gonzalo.
—Es médico —explicó Paula.
—Me tomas el pelo. Ningún médico...
Pedro lo fulminó con la mirada y el chico bajó las manos.
Unos golpecitos en la puerta llamaron su atención, y Ramon la abrió para que entrase Helena. Parecía sin aliento tras la carrera y cargaba con el pesado maletín de Pedro.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, mirando el rostro sangrante de Gonzalo—. Parece que te hayas estrellado contra un edificio.
—Pedro le pegó —le informó orgullosamente Ramon.
—No es posible —negó Helena, incrédula—. Él nunca... —Miró al médico—. ¿Le ha pegado?
—Demencia temporal —dijo Pedro, mientras examinaba la nariz de Gonzalo.
Helena y Paula fueron en busca de agua caliente y toallas limpias.
—Deduzco que Paula te ha contado lo que le hice —dijo Gonzalo, con voz un tanto temblorosa.
—Oh, sí —certificó Pedro.
Ramon se mantenía al margen, contemplando a los dos hombres. Gonzalo Treeborne era tan rubio y delicado como Pedro moreno e intenso. Daba la impresión de que, esta vez, Paula se había decantado por el extremo opuesto a su anterior novio.
Cuando Helena y Paula regresaron, Pedro dio un paso atrás para que la primera limpiara la cara de Gonzalo.
Paula tocó el brazo de Pedro y movió la cabeza en dirección a la escalera. Él la siguió en silencio hasta el piso superior, y en cuanto estuvieron a solas empezó a disculparse.
—Lo siento. Nunca le había pegado a nadie... bueno, no desde que era un chiquillo. Sé que debí controlarme, pero...
Paula lo hizo callar con un beso en la boca, un beso suave, dulce, y él creyó deducir que tenía más significado que los que habían compartido en momentos más íntimos.
—¿A qué ha venido eso?
—Una forma de darte las gracias. Nadie había hecho algo así por mí. Fue un error, naturalmente, y no debiste hacerlo, pero gracias de todas formas.
—Fue una reacción visceral. Pero tienes razón, no debí pegarle. Como médico hice un juramento que...
—Lo sé. Vamos a la cocina y te prepararé algo de comer.
Él la siguió y se sentó en un taburete, contemplando cómo la chica sacaba pollo y ensalada de la nevera.
—¿Qué hace aquí? —preguntó, curioso.
—No lo sé.
—Quiere que vuelvas con él.
—Una idea agradable.
—¡¿Qué?!
Paula sonrió, dejando el plato de comida ante él.
—Bueno, toda mujer sueña con que el hombre que la despreció le suplique que vuelva con él. ¿Crees que me lo pedirá de rodillas?
—Perdona si no le veo la gracia.
—Ramon dice que te he idiotizado, pero no me lo había creído hasta ahora.
—Mi primo es un bocazas —refunfuñó Pedro, dándole un mordisco a un muslo de pollo—. Tienes que decirle que se vaya.
—No pienso hacerlo —respondió tajante Paula, y al médico se le atragantó la comida.
—No puedes... —Pedro se lo pensó mejor antes de seguir—. O quizá sí. Quizás aún lo quieres y prefieras volver a Texas para vivir con un niñato que pronto será el dueño de una megaempresa. Quizá...
—Si estás intentando enfadarme, lo estás consiguiendo —cortó Paula.
Pedro cerró la boca.
—Gonzalo me ha sido de mucha ayuda hoy, y Dios sabe que la necesitaba.
—Dijiste que Facundo te iba a enviar a alguien.
—Lo sé —admitió la chica. Y le contó a Pedro que Facundo también le había ofrecido dar clases de escultura en su parroquia.
—Eso es genial. Puedes montar un estudio y trabajar allí.
—¿Además de ocuparme del restaurante?
Pedro la miró, pero no dijo nada. Sabía muy bien lo que quería. Se había enamorado de Paula desde que la conoció, desde aquella primera conversación telefónica en la que le abrió su corazón y sintió que conectaban. A primera vista cualquiera diría que apenas se conocían, pero sabía que lo que sentía era intemporal. Solo había amado a dos mujeres en su vida.
Cuando la primera lo rechazó, se sintió tan destrozado que hasta llegó a pensar en el suicidio. Durante muchos años solo estuvo medio vivo, como si la vida fuera una pesadilla.
Una pesadilla de la que había despertado al conocer a Paula.
Se había dicho a sí mismo que nunca llegaría a sentir lo mismo por otra mujer, pero se equivocaba. De Paula le gustaba todo, desde su aspecto físico a la forma de afrontar sus miedos sin dejar que la detuvieran.
Ahora, enfrentarse al hombre que tanto daño le había hecho, al hombre que ella había amado, lo aterrorizaba. Cierta vez, en África, tuvo que enfrentarse a una leona que iba de caza.
Estaba solo, desarmado y sin ningún lugar donde poder ocultarse, pero le hizo frente y al final ella se alejó.
Más tarde, las piernas le temblaron tanto que fueron incapaces de soportar su peso y terminó desplomándose, pero sabía que había plantado cara a la situación.
Aquel día y aquella leona no eran nada, comparadas con la idea de que Paula estuviera a solas con su antiguo amor
Recordó Peter el Comecalabazas de la cita de Al. Así era exactamente cómo Pedro se sentía en ese momento. Tenía ganas de raptar a Paula y encerrarla para siempre, mantenerla alejada de los demás. Pero nunca haría nada que pusiera en riesgo su relación.
Suspiró profundamente. Lo que iba a decir era lo más duro y lo más valiente que hubiera dicho en toda su vida.
—Paula, ¿qué quieres tú?
—Buena pregunta —confesó ella, dándose la vuelta.
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