miércoles, 20 de abril de 2016
CAPITULO 40: (TERCERA PARTE)
Mientras Gonzalo contemplaba cómo Henry y Paula se alejaban del pequeño restaurante, no pudo reprimir una mueca de disgusto. Seguro que la chica no sabía con quién estaba hablando. Si comparase a Henry con su padre, este parecería un simple indigente.
Fue hasta el enorme frigorífico situado en un extremo del local y lo abrió. Mientras Paula subía al apartamento en busca de su abrigo, Henry le había sugerido que preparara la sopa del día siguiente.
—Se cree que soy una maldita doncella —exclamó en voz alta—. Como si no formase parte de Treeborne Foods, como si no... Se detuvo al comprobar que el frigorífico estaba casi vacío. ¿Cómo podía hacer sopa —en caso de que supiera, que no sabía—, si no tenía con qué hacerla? ¿Qué pasaba? ¿Que también debía hacer la compra?
Cerró la puerta y miró a su alrededor. Las preguntas de Paula sobre el maldito libro de recetas familiar le habían hecho pensar en el llamado «legado» de los Treeborne. Su abuelo fue un hombre áspero, desagradable, constantemente airado por la metralla que llevaba incrustada en su cuerpo y que le provocaba fuertes dolores, y porque su padre dejara desamparada a su propia familia. Que ese padre hubiera muerto a causa del estallido de una caldera no importaba, el abuelo de Gonzalo seguía considerando que su padre los había abandonado. Y, sobre todo, airado por el hecho de que su exhausta madre hiciera que sus cuatro hijos pasaran la infancia en un minúsculo restaurante.
Se fue a la guerra jurando y perjurando que nunca más tendría nada que ver con la comida pero, cuando volvió con el cuerpo lleno de pedazos de metal, vio una oportunidad y la cogió al vuelo. Americanizó el apellido familiar y fundó Treeborne Foods.
Mientras Gonzalo estudiaba el pequeño local de Paula, sabía que el de su abuela no había sido más grande que este. Poco más que una tienda de bocadillos donde se servían magros platos de comida, aunque rociados con sus ingredientes secretos. Tuvo tanto éxito que no solo logró sacar adelante a sus hijos tras la muerte de su marido borracho, sino que pagó el viaje de algunos parientes desde la vieja Europa.
«Y ahora se supone que debo seguir con la tradición familiar», pensó Gonzalocon un suspiro. Todo el mundo esperaba que se hiciera cargo de la gigantesca bestia en que se había convertido Treeborne Foods y...
Tuvo que dejar de revolcarse en la autocompasión porque alguien llamaba a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Alguien más que quiere casarse con Paula o que quiere darme una paliza?
Malhumorado, abrió la puerta para encontrarse con una joven vestida completamente de negro: botas, medias, camiseta y chaqueta de cuero. Llevaba el cabello, también negro como ala de cuervo, cortado a la altura de la mandíbula y el flequillo le llegaba a las cejas. Contrastaba tanto con su piel blanca, que debía de llevarlo teñido. Una pequeña bolita de plata adornaba su nariz y el extremo superior de un tatuaje asomaba por su escote.
—Tú no eres Paula —afirmó, mirando a Gonzalo como si pensara que le estaba engañando con su mera presencia.
Sus ojos azules lo evaluaron de arriba abajo como si estuviera pensando asesinarlo con la mirada, aunque pareció desechar la idea y entró en el restaurante.
—Y tú tampoco —respondió él por fin, fastidiado porque la chica ni siquiera le pidiera permiso para entrar.
—Facundo me dijo que hoy tendría que cocinar. —Su tono era beligerante, como si retase a Gonzalo llevarle la contraria.
—No tengo ni idea de quién es Facundo y tú no te pareces a ninguna cocinera que haya visto. Aquí no hacemos hamburguesas grasientas —dijo Gonzalo, devolviéndole la misma mirada escrutadora que le lanzara la chica unos segundos antes—. Y aquí no vienen vampiros ni hombres lobo.
—¿Qué haces tú aquí entonces? —contraatacó la chica.
Gonzalo parpadeó desconcertado. Quizá lo que Paula le había dicho era verdad. Nadie —excepto su padre, por supuesto— le hablaba así. Sonrió a su pesar. La chica no le devolvió la sonrisa sino que esperó, manteniendo su mirada clavada en él.
—¿Así que has venido a cocinar? —preguntó Gonzalo, sintiendo que su enfado se diluía por momentos.
Su madre solía decir que había heredado la capacidad de enfadarse de su padre, pero que los genes maternos hacían que Gonzalo no pudiera seguir furioso mucho tiempo.
La chica se dirigió hacia la puerta, dispuesta a marcharse.
—Será mejor que vuelva cuando esté Paula. Si quiere comunicarse conmigo, dile que estaré en casa de Facundo.
—¡Espera! —gritó Gonzalo, interponiéndose entre la salida y ella—. Se supone que he de hacer sopa para mañana.
—Pues hazla.
Ella intentó abrir la puerta, pero Gonzalo no se movió.
—Convertir paja en oro me resultaría más fácil que hacer sopa.
—¿Te han contratado como cocinero y ni siquiera sabes hacer un poco de sopa? —La chica soltó un bufido y volvió a intentar abrir la puerta.
—No es culpa de Paula. Vine a Edilean para preguntarle si quería casarse conmigo, pero me dio calabazas. Y como buscaba una segunda oportunidad, me quedé para ayudarla. Entonces apareció Henry y se la llevó porque rehízo esa especie de sapo que era su escultura, y me dijo que hiciera sopa para mañana. Paula sabe que soy incapaz de cocinar nada, pero él no me conoce. Soy el heredero de Treeborne Foods, y apenas distingo una patata de una zanahoria. Irónico, ¿verdad?
La chica se quedó mirándolo largo rato, desconcertada, intentando desentrañar aquella increíble parrafada.
Gonzalo pensó que llevaba demasiado maquillaje y que sin él sería bastante guapa.
—¿Qué te pasó en el ojo? —preguntó ella.
—El novio de Paula quería que me fuera —explicó Gonzalo, llevándose inconscientemente la mano a la cara—. Es médico, ¿sabes?
Ella volvió a parpadear, más desconcertada todavía que antes. No entendía nada.
—¿Crees que haciendo sopa impresionarás lo suficiente a tu exnovia para que vuelva contigo? —preguntó, atónita—. ¿Para que se case contigo?
—No, la verdad es que no. Sé que eso no pasará, pero me gustaría que me perdonase. Hice algo que lamento y...
Calló de golpe porque la chica dio media vuelta, fue hasta el frigorífico y lo abrió.
—Ni siquiera yo podría hacer sopa con lo que hay aquí. ¿Dónde está el supermercado?
—A mí no me mires, acabo de llegar. Vivo en Texas.
—Ah, ya entiendo. Tú eres de Treeborne Foods, los reyes del congelado.
Y su tono era condescendiente.
A Gonzalo se le escapó un gruñido a modo de respuesta, pero no pensaba darse por vencido.
—Supongo que tú solo comes lo que le compras a los granjeros locales, detestas todo lo que lleve más de dos horas cosechado, y estoy seguro de que te morirías de hambre antes de recurrir a un producto congelado.
—Este año he estado trabajando en un refugio para indigentes —replicó la chica—, y solo teníamos lo que la gente nos donaba. Miraban en sus despensas y si veían una lata de judías que no habían tocado en tres años, nos la daban. Y encima creían que nos hacían un favor. Los productos congelados de Treeborne Foods hubieran sido una bendición para nosotros. Bien, ¿algún comentario elitista más, o vamos al supermercado y compramos todo lo necesario para hacer sopa?
—Sopa —dijo él rápidamente, intentando contener una sonrisa.
La chica se plantó ante la puerta.
—¿Y bien? —dijo, mirando a Gonzalo. Él no tenía ni idea de a qué se refería. Tras unos segundos se dio cuenta de que esperaba que le abriera la puerta, así que corrió hasta allí y la abrió de par en par.
Una vez fuera, Gonzalo dudó.
—No tengo llave para cerrar la puerta. Paula seguramente sí, pero...
—No me parece una ciudad donde los ladrones campen a sus anchas —comentó ella, mirándolo irónicamente—. ¿Tienes coche o has venido en una limusina con chófer incorporado?
—He alquilado un coche y he conducido yo solito desde el aeropuerto hasta aquí.
—Felicidades. El primer paso para convertirte en una persona normal.
Caminaron una manzana hasta el aparcamiento donde Gonzalo había dejado su coche, y esta vez se apresuró a abrirle la puerta a la chica.
—Kelli —dijo ella, en cuanto estuvieron dentro—. Kelli Parker.
—Lewis Gonzalo Treeborne III. Más conocido como Gonzalo.
—¿Paula te llama así?
—Ahora no —reconoció él—. ¿Sabes dónde hay un supermercado?
—Vi uno desde el autobús cuando venía hacia aquí. Gira a la izquierda. Me gustaría que me aclararas qué diablos está pasando.
—Bueno, todo empezó cuando mi padre planeó casarme con una chica para cerrar un trato de negocios, y...
—Y viniste aquí para pedirle a Paula que se casara contigo y poder escapar de ese matrimonio. ¡Uauh, me cuesta creer que se haya negado a una proposición así!
Gonzalo suspiró e intentó controlarse.
—En la ciudad de Texas, donde vivo, todo el mundo trabaja para Treeborne Foods y me tratan... bueno, digamos que con más cortesía.
—Y aquí tienes que ganártela. Pobrecito. Gira aquí.
Háblame de ese restaurante que han dejado a tu cargo.
—No ha sido exactamente así. —Gonzalo aparcó, apagó el motor y se quedó mirando a la chica—. ¿Por qué has venido en autobús de quién sabe dónde para trabajar en una sandwichería de mala muerte? Seguro que podrías encontrar un trabajo mejor pagado, vengas de donde vengas.
—Chicago —dijo Kelli.
Gonzalo parecía incrédulo.
—¿Me estás diciendo que no podías encontrar ningún local en Chicago donde meter bacon y queso entre dos rebanadas de pan de centeno?
—Si vamos a hacer sopa, deberíamos comprar los ingredientes —cambió de tema Kelli intentando abrir la puerta, pero Gonzalo presionó un botón y la bloqueó.
—¿Quién eres y qué haces aquí realmente? —se interesó él.
—Mira, te he conocido hace apenas media hora. Mi vida no es asunto tuyo, así que déjame salir o empiezo a gritar.
Gonzalo no se movió.
—¿Problemas con la ley? ¿Estabas en ese refugio para indigentes cumpliendo un servicio comunitario?
Kelli se limitó a mirarlo, pero el ligero sonrojo de sus mejillas respondió por ella. Gonzalo se apoyó contra la puerta, sonriendo.
—¿Qué hiciste? ¿Robar un coche? ¿Amenazar a alguien con una pistola? ¿O andabas por ahí haciendo proposiciones deshonestas al primero que encontrabas? —Esto último lo dijo en un tono esperanzado.
—¡Robé unas tartas! Ya está dicho. ¿Me dejas salir ahora?
Intrigado, Gonzalo abrió la puerta y siguió a la chica hasta el supermercado. Recordó que la última vez que estuvo en uno fue con Paula. Cogió una cesta y Kelli la fue llenando poco a poco. Permanecieron un rato callados hasta que Gonzalo rompió el silencio.
—¿Ese tal Facundo te pagó la fianza?
—Más o menos.
—¿Por qué robaste las tartas? —quiso saber Gonzalo.
—Eres un coñazo, ¿sabes?
—Paula opina lo mismo y mi padre aplaudiría de todo corazón, pero a mi madre le gustaba. ¿Por qué robaste las tartas?
—Porque mi novio aplastó con su moto las que había hecho para conseguir un empleo de pastelera-jefe en un hotel importante. —Gonzalo esperó que continuase—. Estaba trabajando como una mula para un chef capullo que se quedaba con todo el mérito de mis creaciones y quería cambiar. Dos días antes de tener que presentar mis especialidades, mi novio y yo nos peleamos. Al día siguiente, mientras estaba trabajando, vació nuestra cuenta bancaria e hizo motocross por encima de mis pasteles y de todos mis útiles de cocina.
—Así que «pediste prestadas» algunas tartas de tu trabajo.
—Exacto. Las «pedí prestadas».
—Y te pillaron.
—Me estaba vigilando —confesó Kelli.
—¿Tu novio o tu jefe, el chef?
—Mi novio. Me siguió, vio lo que hacía y llamó a la poli. El desgraciado de mi jefe presentó cargos contra mí. Menos mal que el juez opinó que todo aquello era ridículo y me envió a ese refugio para indigentes.
—Y ahí es donde conociste al pastor de Edilean.
—Sí. Y me ofreció este trabajo. Incluso me pagó el billete de autobús.
—O sea, ¿crees ser una buena candidata para pastelera-jefe de un gran hotel, pero has venido desde Chicago para trabajar en una sandwichería? —Como Kelli no respondió, él se detuvo y dio media vuelta para encararse con ella—. Si quieres que te ayude, tienes que contarme toda la historia.
—¿Qué más quieres que te diga?
Se encontraban en el pasillo de las especias, y la chica estaba cargando los tarros más grandes y baratos que podía encontrar. Gonzalo cogió un saco de cinco kilos de harina Rey Arturo.
—Cuando empecé a trabajar en Treeborne Foods, hace tres años, sugerí una línea de productos para el horno. ¿Por qué no? Que Sara Lee sude un poco. Mi padre, delante de todo el consejo de administración, me dijo que cerrara el pico y me sentara.
Kelli decidió que era mejor contarle la verdadera razón de que hubiera aceptado ir a Edilean.
—Facundo me dijo que en la sandwichería también venderían pasteles y que la tienda de al lado estaba vacía.
Gonzalo lo captó al instante.
—Quieres abrir un agujero en la pared y tener una zona de trabajo para ti sola.
Kelli asintió y los ojos de Gonzalo se iluminaron.
—Yo te compraré todo el equipo que necesites, incluidos los cientos de moldes para tartas que tenga en su almacén cualquier vendedor al por mayor.
—¿Con solo mencionar el nombre de los Treeborne?
—Con solo mencionar el nombre de los Treeborne —aseguró Gonzalo sonriendo.
Entre ellos se estableció una corriente de entendimiento.
Quizá, solo quizá, Gonzalo había descubierto una forma de saltarse las reglas de su padre. Si podía poner en marcha una línea de pastelería, pasteles que pudieran venderse congelados... tendría un producto que podría etiquetar como saludable y que se vendería. Saludable, alto en fibras y bajo en carbohidratos. Todo lo que deseaba una industria como la suya.
—¿Cuántos sacos quieres para empezar?
—Cinco sacos de cinco kilos cada uno me bastarán para un día o dos
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Excelentes los 5 caps, qué lástima que se termina el sábado.
ResponderEliminar