miércoles, 20 de abril de 2016
CAPITULO 39: (TERCERA PARTE)
Helena subió las escaleras de puntillas, sigilosamente.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó a una Paula sentada en el sofá, que simplemente miraba al vacío y que le respondió con un asentimiento de cabeza.
—Tengo que volver al trabajo, pero antes he querido pasarme por aquí por si necesitabas algo.
—Una ducha fría —susurró la chica.
—¿Ah, sí? Mmm, suena prometedor. Lamento que no hayas tenido mucha ayuda hoy, quizá mañana pueda conseguirte a alguien... si es que decides quedarte, claro.
—Claro que me quedaré —afirmó Paula, y era la primera vez en mucho tiempo que estaba absolutamente segura de una decisión. Se levantó del sofá y se dirigió a la escalera.
—¿Qué sopa crees que deberíamos preparar mañana?
—Una crema de brócoli. Así tendrás que manejar pocos vegetales.
—Buena idea, gracias.
Paula empezaba a recuperarse. ¿Qué habría querido decir Pedro con eso de que no jugaría limpio?
—Ese hombre, Gonzalo, ¿de verdad es el dueño de Treeborne Foods?
—El heredero... siempre que su padre no lo repudie por mi culpa —dijo la chica sin dar más explicaciones.
—Ha dicho que te espera para hablar contigo. ¿Le digo que suba?
—¡No! —exclamó Paula. Su apartamento era demasiado personal, demasiado... demasiado íntimo.
—¿Estás enamorada de él? —preguntó Helena, temiendo lo peor.
Paula no la conocía lo suficiente para intercambiar confidencias; además, en aquel momento no estaba segura de nada.
—Será mejor que hable con Gonzalo.
—Si no quieres estar a solas, puedo quedarme.
Paula pensó que era una oferta extraña, ya que Helena era la única enfermera de Pedro y este la necesitaba, pero Helena también había hecho todo lo posible por impedir que ella descubriera quién era Pedro.
—No, gracias. Necesito hablar con él a solas.
—De acuerdo. Si puedo hacer algo más... —Helena calló sin saber qué más añadir, así que se limitó a dar media vuelta y salir del apartamento.
Paula se tomó un corto respiro para retocarse el maquillaje y cepillarse el pelo antes de bajar a la tienda para enfrentarse con Gonzalo. Por su mente cruzaron las horribles palabras que le dijera la última vez que habló con él, tras hacer el amor en el despacho de su padre y robar el libro de recetas familiar. Deseó haberle preguntado a Pedro qué había hecho finalmente con el libro.
Se detuvo un momento ante la escalera e hizo acopio de todas sus fuerzas para descender.
Gonzalo estaba limpiando el mostrador de acero inoxidable, pero, cuando vio a la chica, se quitó el delantal y fue a su encuentro. Parecía dispuesto a saludarla como le era habitual, con un beso en la mejilla, pero ella lo detuvo apoyando ambas manos en su pecho.
—Perdona, era la costumbre —se disculpó él—. ¿Podemos hablar?
—No tengo mucho que decir —aseguró ella, con la espalda rígida y echando fuego por los ojos.
Gonzalo señaló uno de los reservados, pero Paula prefirió quedarse frente al gran ventanal que los separaba de la calle. Se sentaron uno frente a otro, con Gonzalo apoyando los brazos en la mesa, inclinándose hacia delante, y ella muy rígida en su silla a unos treinta centímetros de la mesa.
—Creo que debería contarte lo que intenta hacerme mi padre —empezó Gonzalo—. Puede que si te cuento el trato horrible, hasta medieval, que...
—Gonzalo, he de preparar un montón de sopa para mañana, así que no tengo tiempo de escuchar nada sobre tu padre y sobre ti. Además, por muy lamentable que sea, lo supero. Lo único que quiero saber es qué piensas hacer por haberte robado el libro de cocina de tu familia.
Gonzalo pareció sorprendido.
—Nada.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Que no he hecho nada y no planeo hacerlo. ¿Es eso lo que querías oír?
—Es el libro de recetas de los Treeborne —precisó Paula, por si quedaba alguna duda. Quería creer sus palabras, pero no estaba segura de poder hacerlo—. Es tan importante para la familia que nunca se lo enseña a ningún extraño. Ellos...
—La importancia del libro es y siempre ha sido un reclamo publicitario. Mi abuela escribió un libro de recetas, sí, pero...
—En clave.
—Sí, en una clave que se inventó ella misma. Tenía un marido borracho que vendía todo lo que tuviera un mínimo de valor para pagarse una copa, así que lo escribió de forma que el libro resultase inútil para él.
—¿Y tú sabes descifrar el código?
—Claro. Cuando su hijo, mi padre, decidió entrar en el negocio de la comida congelada, ella se lo explicó. Y mi padre me lo explicó a mí.
—Entonces, los anuncios dicen la verdad. Y cuando tu padre descubra que el libro ha desaparecido...
—No hará nada —negó Gonzalo—. En estos momentos, lo único que le preocupa es la fusión con la envasadora Palmer. Por eso quiere casarme con la hija del dueño, que, por cierto, es una drogata de cuidado.
Paula lo estudió unos segundos.
—¿Se supone que debo sentir lástima por ti? Pobrecito niño rico. Lo obligan a contraer un matrimonio de conveniencia. Podría ser el título de un libro.
—No pareces la misma mujer que conocía.
—¿La que servía cerveza a los jugadores de rugby locales y tenía que ser amable con ellos para que le dieran una propina? ¿O la que tuvo que renunciar a su carrera y quedarse a vivir en una ciudad dominada por los Treeborne? ¿O quizá te refieres a la tonta que el hijo de un tirano tuvo engañada todo un verano?
Gonzalo no pudo contener una sonrisa.
—Fuera la que fuese, me gustaba —confesó, bajando los ojos y el tono de voz—. No, Paula, yo te quería. De hecho, he venido aquí a preguntarte si quieres casarte conmigo.
Mientras la chica lo miraba atónita, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, Gonzalo metió la mano en uno de sus bolsillos y extrajo una cajita cuadrada que Paula reconoció como un diseño creado por su amiga Karen.
—Cuando llegué ayer a Edilean fui a una pequeña joyería y te compré un anillo. —Se arrodilló frente a ella y, mientras abría la caja, dijo—: Paula Chaves, ¿quieres...?
Ella se levantó de la silla, fue hasta el mostrador y se puso un delantal.
Gonzalo, con la cara roja de vergüenza, cerró la caja, la dejó sobre la mesa y se acercó a ella.
—¿Paula?
Ella no le hizo caso y siguió limpiando el ya limpio mostrador.
—Paula, habla conmigo, por favor.
—¿Así que se trata de eso? —preguntó furiosa, escupiendo las palabras entre sus dientes apretados—. ¿De verdad has venido aquí esperando que acepte tu propuesta de matrimonio? ¿Y después qué? ¿Crees que me voy a lanzar a tus brazos y perdonártelo todo? ¿Es que ya no te acuerdas de lo que me dijiste antes de plantarme en la puerta de tu casa y cerrármela en las narices?
—No quería ser tan brusco, pero temía que mi padre volviera a casa y te encontraras con él. Te hubiera dicho cosas realmente crueles.
—¿Realmente crueles? ¿Como las que me dijiste tú? Tu padre no habría podido hacerme tanto daño como el que me hiciste. Para eso tendría que haberme conocido tanto como me conocías tú. ¡Confié en ti durante los meses que pasamos juntos y utilizaste todo lo que te confesé para humillarme!
—No pretendía...
—¡No, no digas que no pretendías hacerme daño! ¡Ni siquiera lo intentes! Cada una de tus puñaladas fue intencionada y directa a la yugular. ¿Y sabes qué? Tenías pensado todo tu discursito, lo tenías planeado hasta la última palabra.
—Tienes razón —aceptó Gonzalo—. Pero mi padre...
Alguien llamó a la puerta, interrumpiendo al chico. A través del cristal pudieron ver a un hombre bajito, corpulento y de cabello gris, sosteniendo una caja cuadrada de madera de medio metro de lado, con un plástico cubriendo su abultado contenido. Una mochila colgaba de su hombro.
—Ahora no... —susurró Gonzalo con fastidio—. ¡Está cerrado!
El hombre dirigió una mirada triste y suplicante a Paula, y señaló el objeto de la caja. A ella le resultó familiar su forma. Parecía una escultura a medio hacer y le apetecía echarle un vistazo, criticarla.
—Vuelva después —exclamó y miró hacia Gonzalo, pero él ya iba hacia la puerta y se disponía a abrirla.
—Soy... —empezó a decir el hombre de pelo gris, pero Gonzalo lo cortó.
—Paula, te presento a Henry.
El hombre pareció sorprendido una fracción de segundo, y después dirigió una severa mirada a Gonzalo, intentando acordarse de él.
—Henry, no es buen momento —dijo Paula con voz furiosa—. Ya le echaré un vistazo a su obra después.
Gonzalo tomó la caja de brazos de Henry y la dejó sobre la mesa.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el contenido.
—Sí, claro —concedió Henry, pasando la mirada de Gonzalo a Paula y de nuevo al chico—. Lamento interrumpiros, pero el pastor me dijo que estabais aquí y que tú sabrías qué hacer con esto. No está bien, pero soy incapaz de deducir en qué me he equivocado.
Gonzalo quitó el plástico y dejó al descubierto una escultura de arcilla, de unos treinta centímetros de alto, que representaba a un soldado de la guerra de la Independencia enarbolando su rifle y con una expresión de agotamiento como solo puede exhibir un hombre que lucha en una guerra.
—Es genial —exclamó Gonzalo, entusiasmado—. Realmente maravillosa. Tiene mucho talento, y su técnica es magnífica...
—¡Oh, basta ya! —cortó Paula—. En serio, Gonzalo, deja de hablar de cosas de las que no tienes la menor idea. La figura está mal proporcionada. Si fuera un hombre real, según la parte inferior de su cuerpo mediría metro setenta, y según la parte superior llegaría a los dos metros.
Estaba tan furiosa con Gonzalo que no pensó en medir sus palabras delante del autor de la escultura. Le quitó el soldado de las manos y empezó a adelgazar las piernas hasta eliminar casi toda la arcilla y dejarlas en el armazón de metal que sostenía el conjunto.
—Siempre haces lo mismo, ¿verdad, Gonzalo? Miras algo, o a alguien, y te parece absolutamente perfecto, te fascina. Pero cuando te acostumbras, descubres que no es lo que pensabas. Pásame un picahielos.
—¿Qué?
—Que le pases un picahielos —ladró Henry. Y Gonzalo rebuscó en los cajones hasta que encontró uno.
Paula clavó el picahielos en la arcilla y miró enfáticamente a Henry, que la observaba con una intensidad que habitualmente suele reservarse para las operaciones de cirugía cerebral.
—¿Esa bolsa está vacía?
La colocó rápidamente sobre la mesa, la abrió y sacó una masa de arcilla envuelta en plástico. Después desenrolló un paquete de lona repleto de útiles para esculpir, unos de plástico y otros de metal.
Paula se hizo cargo de la arcilla, le quitó el envoltorio y empezó a amasarla sobre sus rodillas. Sus manos rehacían la estatua, moviéndose a una velocidad cegadora. Su labor se veía dificultada por la estructura interior de metal, pero consiguió añadir casi tres centímetros a la longitud de las piernas.
—¿Qué te hizo el joven Treeborne? —preguntó Henry.
—Me dijo que no era el tipo de chica con la que un hombre se casa —respondió Paula—. Que servía para follar, pero no para una boda.
Henry dirigió a Gonzalo una mirada con la que dejaba muy claro que lo consideraba un idiota.
—Cree que como su familia es rica y la mía no —siguió ella— pertenecemos a clases incompatibles. Supone que no sabría cómo comportarme correctamente en la mansión Treeborne, que después de hacer la colada colgaría la ropa en el recibidor.
—Como la señora Adams —comentó Henry, consiguiendo una mirada interrogante de los dos jóvenes—. La esposa del presidente John Adams. Cuando se instaló en la Casa Blanca, los días de lluvia colgaba la ropa en el Ala Este.
Paula no sabía qué tenía que ver aquello con la actual situación. Cogió una de las herramientas de plástico y empezó a eliminar arcilla de la mitad superior del soldado.
—¿Por qué le dijiste algo tan estúpido? —le preguntó Henry a Gonzalo.
El rostro del chico se tiñó de rojo.
—Mi padre...
—La fusión con Palmer —dijo Henry. Y Gonzalo asintió.
Paula no pudo reprimir un bufido.
—Oh, genial. Dos hombres que pertenecen al mismo mundo. Es mi día de suerte.
—Solía pertenecer a ese mundo, pero ahora me decanto más por el tuyo —rectificó Henry, sin dejar de mirar atentamente cómo Paula empezaba a trabajar en el rostro del soldado—. ¿Ese anillo es tuyo? —se interesó el anciano, señalando con la cabeza hacia la cajita que descansaba sobre la mesa.
A Gonzalo se le escapó una mueca de vergüenza.
—Le he pedido...
—Lo sé, te vi arrodillado —confesó Henry—, pero esperaba que fuera para recoger algo del suelo. Una propuesta de matrimonio es un asunto serio y necesita planificarse bien. No debería hacerse frente a un escaparate, donde todo el mundo puede verte. Y, por supuesto, vestido adecuadamente, no así.
Henry le dedicó una sonrisa a Paula.
—Me apuesto lo que quiera a que lleva casado con la misma mujer treinta años.
—Treinta y cuatro para ser exactos —precisó parpadeando.
—Deberías aprender de este hombre —recomendó Paula a Gonzalo—. Ahora, si me perdonáis los dos...
Dio media vuelta para marcharse, pero Henry la sujetó del brazo.
—No llevo casado tantos años dejando que una mujer se consuma en su propia furia. Demos un paseo.
La chica le lanzó una mirada de: «No te conozco.»
—Si desconfías de mí, podemos ir caminando hasta la iglesia, a la vista de todo el mundo, pero creo que realmente necesitas airearte un poco. Además, el joven Treeborne puede responder de mí.
Paula no se dignó desviar la vista hacia Gonzalo. Todo lo que sabía era que quería alejarse del restaurante.
—Cogeré mi abrigo —dijo por fin, alejándose hacia la escalera.
Minutos después, Henry sujetaba la puerta para permitir el paso de la chica. En cuanto salieron al exterior y Paula sintió el aire fresco, su mente empezó a despejarse.
—Siento lo que ha pasado —confesó—. Sobre todo, lo referente a tu escultura. Tienes talento, pero el armazón de metal no estaba proporcionado y estropeaba el conjunto. Tu profesor debió advertírtelo.
—No tengo profesor.
—Seguro que dan clases de arte en algún colegio de Edilean. Podrías ir a uno.
—He pasado muchos años siendo el jefe para aguantar ahora que un adolescente me dé lecciones sobre la forma contra la línea contra la percepción contra yoquesé. —Hizo un gesto displicente con la mano—. Los demás alumnos me llamarían «el viejo», y mi ego no lo soportaría.
—Es mejor eso a que te digan que eres demasiado vulgar para casarse contigo —respondió impulsivamente—. Perdona, pero la presencia de Gonzalo me ha trastornado. Normalmente tengo mejores modales.
—Ya somos dos. Tengo tres hijas, todas de tu edad más o menos, y tendrías que haber oído lo que le solté al último mocoso que jugó con el corazón de mi tercera chica.
Cumplirá noventa años y las orejas seguirán zumbándole.
A Paula se le escapó una sonrisa.
—Pareces un buen padre...
—Si lo soy es gracias a que mi esposa me dejó muy claro en su momento que no importaba el éxito que pudiera tener en los negocios, en casa tenía que ayudar a lavar los
platos y a cambiar pañales. —Soltó una risita—. Antes solía pasar el día cerrando tratos multimillonarios con hombres de negocios japoneses, pero pobre de mí que volviera a casa sin comprar leche para toda la familia.
—¿Y ha merecido la pena?
—Mis hijas son personas sanas y sensatas, y mi esposa aún me quiere. ¿Tú qué opinas?
—Que eres un hombre muy afortunado.
Llegaron a una de las plazas de la ciudad, y vieron un banco bajo un enorme roble.
—¿Nos sentamos un rato? —sugirió él.
Paula dudó. Tenía mucho trabajo pendiente para el día siguiente, y además necesitaba mantenerse ocupada. Henry metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó dos abultadas bolsitas decoradas a franjas rojas y blancas.
—Tengo cacahuetes.
Ella sonrió.
—En ese caso, ¿cómo puedo negarme?
Se sentaron en el banco y permanecieron unos minutos en silencio pelando cacahuetes y comiendo.
—Bien, Paula, ¿qué te pasa realmente? Pareces demasiado agitada para que la causa sea únicamente el joven Treeborne. ¿Hay algo más?
—Es posible —admitió Paula, dudando.
No conocía a aquel hombre, pero tenía algo que inspiraba confianza. Por la forma en que lo había mirado Gonzalo, estaba segura de que Henry fue un hombre muy importante y poderoso en el mundo de los negocios.
Quería abrirle su corazón, pero desde que se licenciara en la universidad, en su vida se había topado con demasiada gente que solo quería aprovecharse de ella.
—¿Qué pretendes de mí? —preguntó, desconfiada, entrecerrando los ojos—. Has aparecido con una escultura y dos bolsas de cacahuetes. No puede ser algo casual.
Henry sonrió divertido.
—Si eres un ejemplo de la generación actual, me alegra no pertenecer a ella. Eres demasiado lista para mí.
—Lo dudo. Y no has respondido a mi pregunta.
—La hermana de mi esposa vive en Williamsburg —respondió tras unos segundos—. Yo quería retirarme a algún lugar soleado, pero tuve que elegir entre venir aquí o perderla.
—Buena negociadora...
—Buena tirana, sería más adecuado. De todas formas odio el golf, no aguanto los clubes de campo y no sé qué hacer con mi vida.
—Eres la persona de la que me habló Facundo.
—Ese soy yo. De joven solía hacer figuritas de barro y quería ir a una escuela de arte, pero mi padre me envió a la facultad de empresariales. Me dominaba. Igual que el padre de Facundo lo domina a él.
—Pareces haber sobrevivido.
—Creo que llevo los negocios en la sangre —admitió Henry—. Pero muy pronto descubrí que hacer negocios podía ser una forma de arte. Cuando me enfrentaba a alguien, me preguntaba si sería Gainsborough o Pollock.
—O Mondrian —añadió Paula, divertida.
—Si lograba deducir cuál era el estilo de mi oponente, estaba seguro de que cerraría el trato.
—¿Y qué tenías colgado en la pared de tu despacho?
A Henry se le escapó una carcajada.
—Los dibujos de mi hija.
—Ah, claro. La familia. Todo por ella. ¿Alguien dedujo tu estilo?
—Hasta ahora no.
—Lo que nos devuelve a mi pregunta original. ¿Qué pretendes de mí?
—Que seas mi profesora de arte. No, no es verdad. Quiero una compañera artística. Por mucho que ame a mi familia, que la amo, echo de menos mi despacho... y mi querida esposa está deseando sacarme de casa como sea para que no le dé la lata todo el día.
—¿Una compañera artística? ¿Y has pensado en mí para eso?
—Facundo Pendergast me dio la idea. ¿Sabes quién es su padre?
—Salvador Maxwell, ¿no? ¿Colega tuyo?
—Sí y no. No puedo decir que seamos amigos. En asuntos de negocios es Robert Motherwell.
Paula rio abiertamente. Las pinturas de Motherwell consistían en un lienzo blanco lleno de amplias pinceladas negras, rectas u ovaladas, a veces con algunas manchas de un rojo vívido. Todo muy dramático, implacable.
—¿Conseguiste derrotarlo?
—Solo una vez.
—¿El pastor de Edilean es como él? —preguntó Paula, curiosa.
—Más de lo que se imagina. Al fin y al cabo está intentando una fusión entre tú y yo. Dice que quieres ser artista y que ya has hecho un montón de bronces. También me contó lo que hiciste por tu hermana.
—Supongo que todo eso lo supo por mi amiga Karen.
—Supongo.
Aunque la idea de colaborar con Henry le resultaba atractiva, Paula no creía que funcionase.
—El problema es que nunca he sido buena enseñando, y hoy has visto una buena muestra de eso. Una buena maestra necesita tener paciencia y saber... bueno, saber enseñar. Pero en cuanto vi tu escultura, prácticamente la hice pedazos. Una buena profesora no hubiera actuado así.
—Puedo encontrar a alguien así en cualquier esquina. Me gusta la mitad de ese refrán que dice: «Los que pueden, hacen, y los que no, enseñan.»
—No lo entiendo —aseguró Paula—. No puedo esculpir por ti, ¿cómo podría hacer eso?
—No puedes esculpir por mí, pero mientras esculpes para ti, puedo aprender mirándote.
—No sé, tengo que pensármelo —dudó Paula—. En realidad tengo que pensar en muchas cosas.
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